Tuesday, April 10, 2007

Sin prejuicios

¡El amor todo lo Bence, Amelia!

Leer hasta el final y acompañar la lectura con "Come on" de Barry White, embajador de suspiros y hacedor de ambientes amatorios de todo el mundo de la música. ¡Salud, Barry!

Después de un día mezquino en caricias telefónicas, el anochecer los encontró exhaustos. La carrera alocada por terminar balances y cierres contables fue desgastante para ambos. Los tiempos modernos contribuían a que el silencio, infame y porfiado, interrumpiera la charla cotidiana de novedades. No había fuerzas para iniciar conversación alguna y se engullía la comida sin levantar la mirada del plato. Una alarmante automatización de los sentidos se había posado en ese comedor. Uno de los dos, percibió ese angustioso pedazo de tedio asfixiando la voz y se levantó para buscar algo a la cocina. El otro se recostó contra el respaldo de la silla y puso sus manos detrás de la cerviz como para buscar la ubicación justa en la que el sueño lo encontraría presto y seguro. Jamás escuchó cuando los pasos del otro fueron hacia el aparador; quizás tampoco haya percibido el ruido de las copas apoyarse en la mesa del living. Sin embargo pudo oír, una lejana voz que aumentaba en intensidad…..y que ganaba espacio entre ellos hasta ocupar todo el ambiente con una autoridad avasallante. Ninguno se preocupó por el volumen de la música. Poco importó que la mesa haya quedado sin retirar, los trastos sin limpiar y que a la mañana siguiente tuvieran que madrugar para comenzar un nuevo día. Era el momento de acomodar la cabeza en el hombro del otro y dejarse llevar por la cadencia de los cuerpos. Juan tomó una copa y brindó con Santiago, por ellos, por él y por la saludable sensación de nunca dar por sentado un instante juntos.

Tuesday, April 03, 2007

Delicias cotidianas

Sobre

Lo cotidiano trae en su vertiginoso ritual de horas azarosas, varias contradicciones y paradojas. He aquí, una de ellas, propuesta por nuestra prolífica amiga L L. ¡Bruja!



Doblé la hoja en tres rectángulos perfectos y antes de confinarle un destino, la dejé descansar del generoso doblez que había soportado. Tomé el sobre que tenía sobre el escritorio y humedecí con mi lengua sus contornos para cerrarlo de forma correcta, a fin de evitar los reproches de la oficina postal.

Llegué al correo y entregué la carta a la señora que estaba del otro lado de la ventanilla. Yo, sonreía. Ella...casualmente, no. Es más, podría asegurar que no recuerdo haber visto un rostro tan apático en mi vida. Según el procedimiento de despacho, el destinatario recibiría todo lo que escribí, corregí y reescribí dentro de las primeras noventa y seis horas.

Pasaron las horas. Los días. Me arrepentí una y mil veces de lo que había hecho. Mentalmente, leí la carta (podría recitarla hoy sin omitir signo de puntuación) y encontré errores. Frases que él podría malinterpretar.

Justifiqué su silencio, su ausencia. Asumí el error. Una y otra vez me culpé por haber enviado ese sobre.

A 94 horas de haberlo enviado, tuve respuesta a tanta incertidumbre. Sonó el timbre. Me ilusioné. Era el cartero. Baje la escalera nerviosa. Me entregó un sobre. Lo recibí ansiosa, casi desesperada. Rompí uno de los bordes y saqué el papel. Comprobé que era un papel conocido, bastante similar al que uso para enviar cartas. Cartas de las que suelo arrepentirme de haberlas escrito. Cartas que recuerdo y podría recitarlas sin omitir signo de puntuación. Cartas con las que justifico silencios y ausencias. Cartas que envío sin nombre y que vuelven al remitente, justo a la hora exacta en que debería haber sido entregada.